En el tronar de un tren sin estación, el resplandor de una luz sin piel, el latido punzante de un corazón que derrama sangre tibia; la oscuridad acecha ocultándose sutil en una sonrisa amagada. Es el cuero del sol hirsuto, adosado a risos claros, a blondas y largas vetas, porque negros son tus ojos y alumbran lento, alto, largo; como sobrio manantial de fuego húmedo, que atiza el cielo con la epístola ilegible en la que me hablabas de amor. Los verdes enanitos.
Amor de piel verano, trunco, en tarde de polvo y pasión árida, de vida cautiva sumergida en naufragios que pululan a tono en los himnos sonoros del rock, que nuestros tiempos nos vieron bailar. Tu piel, mi piel, en poros suaves de fabulas secas y lúbricos sudores, piel en fin, piel de monte, piel de carne, piel de hielo y calor, piel de piel que imanta la distancia.
De tu trigueño ensueño, mestizo, de tus lunares insertos, de tu parpado frío que recita, de tus labios a punto… caramelo, de tu rostro atado al mío, de tu piel bermeja, leona, turbia, suave piel eriza, careta antigua que absorbe el sabor del beso, respira y gime agonizando en pasión animal bajo la lluvia solazada. Si, de los labios del alma.
Humana virginidad, que enclaustra la angustia de pesares sedientos, locuaces caricias de original pecado, olvidado en la sombra que los surcos de tu fruncido ceño, alojan en un nido arenoso encendido sin poder volar.
Eternidad efímera que rasga tus gestos al amarte, copulativa como la y gramatical, con miedo vacío y vano, por quererte en piel soñarte y sorberte en piel amarte. Para tatuar mi llanto contenido en un azul indeleble y cantar tu piel desnuda. En cada beso prófugo te acordaras de mí, porque “el día en que me faltes me arrancare la vida” recitó candoroso, para el Ecuador, la eternidad y el mundo, don Medardo Ángel Silva.