San Salvador y su cielo cúrcuma

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El crepúsculo rojizo casi cúrcuma de la paciente tarde desnuda la algarabía de mis pasos, se esparcen mis sentidos en el arbolado camino que me devuelve a casa. Densas nubes reflejan la palidez de su blanda envoltura, atravesando las estancadas sombras urbanas que devuelven al cielo la altivez que lo honra. Agudas formas proyectan la geometría de esta ciudad, que amaré siempre, son volúmenes espontáneos en irreverente desorden. San Salvador.

El ocaso del sol trastabilla en su resplandor con el candor que arrastra mi mente. Se agitan los recuerdos de mi tiempo trajinando calles y parques, hurgando en su historia y rascando en su literatura. En modo transeúnte que encuentra en cada esquina el horizonte, he descubierto el enigma: El frondoso despliegue de virtudes disperso en tu acalorado aroma, tiene nombre: El Salvador. Tu mar que alienta, tus volcanes solemnes, tus lagos, la tierra que late. Es todo tesoro ceñido en la pequeña geografía que te ampara.

Acariciado por el ardor que con desparpajo se mese en la atmósfera aireada de vivos colores, fogosos calores y aromas sosegados en proporciones tropicales, he dicho: !!Chivo!!! Y bajo el resonar sustantivo de las lluvias he persistido con el elocuente sabor de las pupusas, cuya palmatoria fabricación me sugiere la armonía de un coro que palpita con el ferviente aleteo de aves arrastrando el espíritu que aviva en la conciencia de tus gentiles moradores.

Se demarcan nuestros destinos trascendiendo las difusas líneas que presume la distancia, la apacible inmaterialidad de tu generosa hospitalidad avivará el coraje en la vertiginosa aglomeración de sonrisas suaves y miradas de amable transparencia. ¡Gracias, El Salvador! Flameará en mi memoria, por siempre, el pomposo latir de seres plausibles que despliegan signos vivos de fuego en la esperanza que hace vibrar como seda suave la palabra en la nostalgia. El cielo me recordará eternamente tus atardeceres y amaneceres cúrcuma.

San Salvador, 18 de febrero de 2024

Panamá: El Istmo

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Latitud que tiñe atolondrada zurcidas paletas de colores, para pintar con verdes trazos las espesuras de sabor tropical que pernoctan densas en la insolente atmósfera que arrastra sus sombras. Bandera que se agita estentórea tejida como la Mola que revela el signo explicativo de una historia bordoneada de color. Mujeres y hombres respirando sin fatiga su alegría.

Mar y continente deslizando pesarosos besos en la limpia arena que se escurre. Espuma intensa que al morir salpica intransigente la costa elongada bajo la piel tersa de granos que sucumben a la nimiedad del tiempo. Naturaleza siendo naturaleza al dibujar la arteria estrecha que junta dos océanos que ardorosos la bañan. Panamá.

Istmo extendido que balbucea a través de cadenciosos meandros ríspidos, absorbiendo leve los vaivenes de la presurosa geografía que advierte el despertar de montañas animando miradas que delatan el levante y sosiegan el poniente. Acaricia sus mares la dulce luz de un cielo brilloso que inflamado arde en el reflejo azul que se cuela en cada vértigo que rebalsa la agonía de las horas.

Estrecho perfil meciéndose azaroso entre océanos que lamen por ambos lados el canto rodado de guijos acopiados, renuentes a la vigilia de dos horizontes. Pasmada la tierra en su fragmentado semblante, bate su larga masa, intestino umbilical que une un continente.

Horizontes que vierten luz ardorosa de crepúsculo rosa dorado, abriendo la geometría tangente que desvela, célebre, el emblemático canal que une dos mares, balanceando las prepotentes naves que la surcan presumiendo, encorvadas, frente a la mirada cautiva de aviesos ojos que la contemplan bajo el aire verde que apaña al sol.

Distinguido acento de gentes que al placido llamado de su voz nos percatan del son que transmite su inmortal cantador, don Rubén Blades, cuyos acordes despliegan el poema que vierte el encanto frugal del acervo popular que redime a su histórica ciudad.

Quito, 21 de diciembre de 2022

Su mirada señala el horizonte

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Un inusitado desplome sumerge en su propia flema la angustia que cobija los dolores insospechados del ánimo que suspende el viento; el denso rubor de su piel vacía colores insólitos en el despliegue extenso de la bruma que aflora del intenso vapor; se adormece la arruga fluida que atraviesa la memoria atolondrada y esparce el deseo suspendido en el insulso confín de sus ambiciones.

Hebras grises emergen de su adherida oscuridad, incesantes, apretando el agobio escatimado al calor que lo ahoga todo. Espontaneas brisas acarician la máscara entorno al ojo abrigador del ave madrugadora que se aletarga al pensar en la tentación del aura matinal. Acongojado el sol veraniego se riega en la raída superficie dorsal aleteada de plumas que se encubren entre sí, embadurnadas.

Mira el ave con el candor estrecho y dibuja una oblicua estría posando una sonrisa de encono; sus ojos denuncian un pacto oculto con la eternidad que le subyuga la existencia. El tiempo oscila apurado, marginando al viento turbio y espiralado quebrado en el espacio infinito que acecha lejano los estragos de su vuelo prosaico. El rumbo se avista en el horizonte de su mirada.

En el aire, refugio infructuoso de densas osadías, descubre infinitos horizontes para su vuelo acompasado; pastoreo elocuente sobre un mar desesperado que deslinda sus colores en la calma vespertina de un cielo pintando el crepúsculo envainado que cuelga del sol. La distancia oculta se abstrae en inquebrantable espera, para dilatarse cuando la tarde anuncia el crepitar. Su solemne mirada despeja las dudas que adormecían los sueños.

Se esparce el lenguaje en el muelle desbaratado bajo el pálpito rugoso de corazones espantados por su propia censura. La mirada inhala el aroma de los pétalos rosados que estiran su color en la inmensidad del espeso horizonte. La culpa ruge en el más débil latido de su mirada.

Quito, 11 de septiembre de 2022

Hija de la luna

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Salió a la terraza para dejarse ver por la luna embadurnada de copos soñolientos de algodón mojado en un enero lluvioso. Sus ojos miel espanto írritos de luz nocturna, en pálido gesto, aceptaron el temblor de un corazón envuelto en aire ensangrentado por colores cálidos de sol en gel que se derrite. El mar vasto en horizonte compungido, lamió con su reflejo mórbido los besos olvidados en la quietud inerte de una playa que murmura el llanto flácido conmovido en flor y atiborrado por el aire maternal de una luna que lo sumerge.

Exiliada de su cuerpo, intentó ceñirse la manta que cubriendo sus pasiones encerraba las verdades más insípidas que en su mente anidaban, fraguando densos capítulos de una historia propia, sin la luz de junio, escondida, para mutilar los abrazos que retuercen la nostalgia de un recuerdo que hiere al acabarse porque empieza. Es su cuerpo que respira en el acecho, el aire que adormece los poros de su piel caliente en alcanfores bruscos de delirio reclamando su momento en un destino cómplice clamado desde sus entrañas.

Sumergida su mente en la mirada de esa luna de plata, su madre, la ermita acurrucada de lamentos, empapa los latidos presumidos de una rumba pasmada que explota derramando angustia en la tos curtida que raspa como espina la piel inerte que jadea para sobrevivir, cual rosa que de su tallo es achacada en el rosal que oscurece debajo de la luna adormecida ya restregada por el aire en su lado más oscuro.

Luna que has dormido en mis jirones, no me mires madre, no me mires, aloja las sombras escamosas en el cristal dilatado por el tiempo a través de las noches que me adeudas. Alojame en los rincones más atrevidos del espejo. Que me devuelva la mirada del tiempo disipado que he perdido acá y allá.