La Flor

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La orbita de su mirada esparce delgadas certezas, se encienden sus pupilas, empañadas, describiendo en su giro el dócil fragor de los sentimientos que encarna. Las aristas de color suntuoso brillan en el ocaso de la tarde, caen los pétalos amargos en la vespertina agonía que agota el sabor de la clorofila. Se pigmenta adrede la tersa piel y se extravían los versos en la vorágine que aglomera la feria de colores que sosiega a la flor del jardín.

Colores agitados despliegan el olor del pecado que sus ojos abortan con desdén apretando los sentidos. Son recuerdos, sueños. Es presente, pasado. Es el futuro meciéndose continuo a través del azar de la palabra que no disimula su fervor, que se expande y explota en la corona dorada de la flor de abanico espeso, dilatado cóncavo. Es la flor. Perfume dilatado que se extingue en el calor que capitula ante los demonios que acechan.

La flor riega con su viscoso sudor el arrebolado corazón, se sumerge en la breve anatomía cuya nítida forma da amplitud al reflejo espeso de la luna. La flor simula el deseo expandido y resplandece. Se eslabonan luces en la mirada agotada que exprime escuálidos recuerdos que se juntan como espasmos vivos, agrietados en la soledad de la memoria por la que transitan los aromas nobles de las hojas agrietadas por el recuerdo.

La flor vierte en la sangre ahumada punzantes pellizcos, se aflige el vestido de seda que aprieta las cálidas caderas de la noche. El tallo se estira recto para azotar los contornos de su geografía humana desparramada impávida a través de estrías infinitas, guías del rencor adusto del destino. Va a sucumbir en los recodos del jardín la vasta tierra que dirime espacios y constriñe el luto de la flor de triste sonrisa que al morir lastima el beso final.

Quito, 15 de mayo de 2024

Hielo seco

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El humo del que está hecho tu sólida materia es gris blanqueado, esconde en flor el rubor inhibido, abandonado por tus ojos. La escasa temperatura amedrenta al tiempo, pulsa con encono el blando corazón, trozo grande de goma congelada que blasfema ahogado en las hojas que envuelven su atolondrado palpitar.

Te abstraes en un perfume anodino, evaporado, inconsolable bajo tersas lágrimas de transparente color, son globos eternos de gotas que incendian la piel, arden los poros entumecidos. Ácido sabor acariciando los latidos frescos que dan vida al rencor contraído en el reflejo de la nostalgia.

No serás, hielo seco, agua resbalosa de álgidos avatares rebalsando a tope los bordes de un océano enigmático, estancado en el destino incesante que vierte el polvo fresco que acaricia y seduce, agitando el cutis que hundido enviste el aire extraviado de la ilusión perdida, la que se siente en el ardor de una caricia.

Tus besos, en hielo, rebelan en su masa estéril la vorágine congelada del adrede placer, blandiendo la vaga inflamación que se acrecienta en humedad cuando las huellas se adosan al sudor oculto que pervierte los secretos. Huellas que mojan su verdad con la ensoñación que todo cuerpo expresa en ritos despedazados.

Eres masa que al serlo deja de ser, fidelidad en flor, como clavel marchito que resiste la muerte en pétalo, para renacer como el canto de un pájaro que parte en vuelo alzado, con cantos tardíos que redimen al viento diferido en el espacio inocuo que descubre en seco nuestras mañanas de abrazos crujidos.

Vas a vadear, como serpiente en selva casta, las cuarteadas páginas, libérrimas en su extenuado vivir, como el olor vertido de la sangre que veta los sentidos estremecidos en la insolente renuncia de la soledad, extremo pecado expurgando el orgullo en su teñido color. Lucidez empañada en el afán del reflejo.

San Pedro Sula, 6 de diciembre de 2021

La Isla, su cutis

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Isla, edén que cubre en sombras gruesas la candidez de unos labios amargos de rojo carmín arenoso. Fuego que murmulla en saliva, mientras docenas de palmeras adustas se despliegan sobre tu jardín absorto.  Desesperado el canto que en la madrugada reboza lujurioso en las flores violetas despiertas con la voz apagada como un adiós perpetuo, con arrullos de fieras confinadas en la estepa que rodeándote te abrazan. Fiel el mar que ha tatuado los motivos que te invaden. Isla donde al final comienza el principio.

Los horizontes rastrean en la flor que brota atorados recuerdos envueltos por el sol que enciende tus abruptas cordilleras. Broncos los mares que te muerden en sal de turbias lágrimas, la razón de un conmovido corazón. De espaldas los cuerpos se resumen enredados en pétreos parajes que el viento pasea nocturno por las playas que absorben los pasos efímeros, que se van sin irse nunca, porque siempre regresan.

El tiempo infinito y soñoliento retiene absortos los pensamientos que adormecen el sueño que te baña con ansias. Es el mar que se compadece de nuevo, desde la escarcha de las perlas desdichadas sumergidas en las rencillas de la estepa en cicatriz que azota tus playas sempiternas. Verde la superficie ablanda el recuerdo desde las álgidas notas de los cantos que entonaron las aves taciturnas trinándole a las lunas ásperas que discurren en su brillo enlodado las caricias que tu cuerpo no aceptó.

De lejos parece que padece la noche sola absorta y triste, pernoctando en la memoria que, paladeando los caminos de cascajo y granos de sal, vació sus amores bajo el juramento restregado por los años, sobre la candorosa arena que caliente ha dejado sus huellas en la basta piel que nos envuelve, tersa, canela, onírica; paulatina como las blandas caricias que el viento nos canturreó acurrucado.

Pétalos bronceados

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Nardos nocturnos que susurran a la luna y beben vidriosos el aroma despegado del monte arisco; mirada de cielo azaroso en tono purpura papaya, bramado se despliega en el horizonte bronceado con pétalos brillantes, que seducen a la noche sumergida en lluvia de cristal tierno, postrada bajo el viento abrazador y húmedo de sentidos obstruidos que abdican ante la proclama empalagosa empañada por el reflejo áspero de la luna.

Hoja en flor que agiganta su color a pétalo de almíbar tibio y sosegado, templado en tallo adusto, envuelto por el jugo gris sábila. Ardiente el cuerpo aquel, con piel sumida en deseos instintivos; reclamo inconsciente de todas las rosas que nacieron espinadas y crecieron en dolor, tras el punzante ardor de lacerantes mares, transportando en vaivén la tosca espuma que acaricia el olor bronceado de pétalos espinados en flor.

Rosal que en flor descubre la pasión temblorosa y encendida en álgida desnudez, por el rubor rojizo de seres con semblante compungido, lloran su revancha, como pétalos bronceados pero raídos que navegan sin pausa sobre aguas dulces y sutiles en castañas de caramelo frondoso, rociado en miel transformada en mirada, luz cercada por el parpado que aloja el jardín floreado de jazmines en pétalos bronceados.

Jardín bordado de colores sensatos en manto blando a creciente luz, bajo un sol cocido que acusa su calor redondo en ámbar membrillo, brillos sedosos regando pétalos dorados de bronce maduro y plata pura. Mar de flor agitado en gotas rosas, de aroma en clavel desde el parco vergel que condena los olores azucena incrustados en la inevitable piel bordada de atrevimiento salvaje.

Aires de candor fragante, de bronce profundo a pétalo flácido, perfume blando de perpetuo olor, flor de siempre, de ayeres que regresan cada día en inocente flor, otra vez. Pétalo en flor, nocturna luna.